La revolución de 1968 transformó América Latina – Por Raúl Zibechi

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Una lista de las nuevas organizaciones sociales surgidas en esos años, sorprendería aún a los propios protagonistas. Fue el período en el que se activaron los pueblos originarios y afroamericanos, pero también los campesinos y estudiantes, los sindicatos obreros y las guerrillas que siguieron el camino del Che Guevara, caído en combate en octubre de 1967 en Bolivia. En su homenaje, Cuba proclamó 1968 como ‘Año del guerrillero heroico’.

Entre las grandes acciones populares, en el imaginario colectivo aparece en lugar destacado la matanza en la Plaza de las Tres Culturas, en la Ciudad de México, el 2 de octubre, que puso fin a las masivas protestas estudiantiles contra el régimen que debió asesinar a cientos de jóvenes para que no perturbaran la realización de los Juegos Olímpicos, inaugurados días después de la masacre de Tlatelolco.
Desde la óptica obrera, la acción más importante sucedió tres meses después del fin de ese año, en marzo de 1969, cuando unos 40.000 trabajadores automotrices de la ciudad de Córdoba (Argentina), desafiaron al régimen militar de Juan Carlos Onganía en las calles. Apoyados por estudiantes, los obreros ocuparon el centro de la ciudad el 29 de marzo, corrieron a la policía que agotó los gases lacrimógenos, asaltaron comisarías, tomaron edificios públicos y se enfrentaron a las tropas que el gobernador debió llamar para reponer el orden.

El Cordobazo fue la insurrección obrera más notable del período, que no triunfó pero forzó a la dictadura a emprender la retirada. Lo más destacable es que en los meses siguientes se produjeron 15 levantamientos populares en una decena de ciudades argentinas, entre ellas Rosario y Córdoba, que volvió a protagonizar una nueva insurrección en 1971. Los obreros manuales desbordaron el control en las fábricas y en las calles.

En Colombia los campesinos protagonizaron un desborde similar. El presidente Carlos Lleras Restrepo (1966-1970) ensayó una política reformista en sintonía con la Alianza para el Progreso, para lo que necesitaba el apoyo del campesinado para promover una reforma agraria desde arriba que neutralizara a los terratenientes, refractarios al menor cambio. Para eso impulsó la creación de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), que en su criterio debía «institucionalizar las relaciones del Estado con las clases populares, en particular con el campesinado, que en la década del 60 comenzaba a dar muestras de creciente iniciativa política a través de organizaciones gremiales, movilizaciones espontáneas por la tierra y apoyo directo o indirecto a la guerrilla».

Pero el campesinado aprovechó la oportunidad para desprenderse de la tutela del Gobierno reformista de Lleras. En una clara ruptura con los terratenientes y también con el Gobierno que intentaba conciliar intereses antagónicos, ocuparon 645 fincas de grandes propietarios en los últimos meses de 1971.

El tercer gran desborde fue el estudiantil, que tuvo en Uruguay una de sus mayores expresiones. En los cinco meses que transcurrieron entre la marcha del 1 de Mayo del 68 y la clausura de los cursos en la Universidad de la República, la Universidad del Trabajo y los colegios secundarios, decretada por Jorge Pacheco Areco el domingo de 22 setiembre, se produjeron: 56 huelgas, 40 ocupaciones, 220 manifestaciones y 433 atentados con bombas Molotov y de pintura, según cifras aportadas por Jorge Landinelli en su libro ‘1968: la revuelta estudiantil’.

En mayo había 10 liceos ocupados, dos cerrados por huelga, tres cerrados por el Gobierno para evitar ocupaciones y los enfrentamientos con la policía eran casi diarios. En julio el Gobierno decreta la militarización de los funcionarios estatales de electricidad, agua, petróleo y telecomunicaciones que estaban en conflicto y se produce la confluencia entre obreros y estudiantes.

Tanto el Estado como las propias organizaciones estudiantiles y sindicales fueron desbordadas por el activismo de base. Ese año fueron asesinados los estudiantes Líber Arce, Susana Pintos y Hugo de los Santos, algo inédito en la historia del Uruguay.

En torno a 1968 emergió una nueva generación de movimientos y de activistas, mucho más politizados y activos que los anteriores. Buena parte de las organizaciones que en los años siguientes jugaron un papel social y político destacado, nacieron en esos años. Vale mencionar el Movimiento Julián Apaza en Bolivia, cuna del katarismo; la Federación de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua (Fucvam) en Uruguay; el Consejo Regional Indígena del Cauca en Colombia y la Ecuarunari en Ecuador, entre los más destacados. Años después, pero también influidos por la oleada de 1968, nacen Madres de Plaza de Mayo en Argentina y el Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra en Brasil.

En 1968 Paulo Freire redacta su libro ‘Pedagogía del oprimido’, que es la carta de nacimiento de la educación popular y el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez pronuncia una conferencia titulada ‘Hacia una teología de la liberación’, con la que nace esta corriente religiosa. En el terreno del pensamiento crítico, son los años de elaboración y difusión de la teoría marxista de la dependencia por los brasileños Ruy Mauro Marini y Theotonio dos Santos, y de la formulación de la teoría de marginalidad por Aníbal Quijano, José Nun y Miguel Murmis.

Con este conjunto de autores, el pensamiento latinoamericano se presenta ante el mundo con personalidad y perfiles propios, del mismo modo que el movimiento social adquiere madurez y modos diferenciados de los del primer mundo.
Este ciclo virtuoso en torno a 1968 fue interrumpido brutalmente por los golpes de Estado en Chile y Uruguay (1973), y en Argentina (1976), y por la represión en casi todos los demás países. Pero provocó cambios muy profundos, tanto en las sociedades como en el sistema político.

En primer lugar, deslegitimó a las viejas oligarquías y a las derechas, y a buena parte de las fuerzas que apoyaban a los Estados Unidos. Aunque los cambios no fueron inmediatos, las bases sobre las que gobernaron aquellas oligarquías fueron erosionadas por la irrupción de las nuevas generaciones de jóvenes.

En segundo lugar, la irrupción de nuevos sujetos colectivos, entre los que destacan mujeres, indígenas, afros y jóvenes, comenzó un largo cuestionamiento del patriarcado y de las relaciones coloniales de poder. Como destaca el sociólogo Immanuel Wallerstein, después de 1968 «los ‘pueblos olvidados’ empezaron a organizarse como movimientos sociales y también como movimientos intelectuales».

La tercera cuestión son los cambios culturales generados a partir de la década de 1960, que pueden sintetizarse en una menor legitimación del imperialismo, del autoritarismo y de todas las formas de dominación, en un amplio espectro que va desde la familia y la escuela hasta los lugares de trabajo y las instituciones.

Aún estamos viviendo, o sufriendo, si se prefiere, las consecuencias de 1968. En adelante nada volvió a ser igual. Los poderosos tuvieron más dificultades para imponer su voluntad; los dominados tienden a salir de ese lugar. El mundo, para bien o para mal, es un lugar menos estable y más caótico; pero los cambios se han convertido en norma en nuestras sociedades.

*Raúl Zibechi, periodista e investigador uruguayo, especialista en movimientos sociales, escribe para Brecha de Uruguay, Gara del País Vasco y La Jornada de México, autor de los libros ‘Descolonizar el pensamiento crítico’, ‘Preservar y compartir. Bienes comunes y movimientos sociales’ (con Michael Hardt), ‘Brasil Potencia. Entre la integración regional y un nuevo imperialismo’, entre otros.

Sputnik

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